Abría
los ojos. Nadie, menos yo, podíamos resucitarlo. Lamentaba lo poco que le había
estimado. Es que no había tenido tiempo de tratarlo. Pensaba en enterrarlo. No
disponía de instrumentos para inhumarlo. La tierra estaba árida, el cielo cerrado.
Ni siquiera regalaba un chubasco aislado. Me sentía un orate, un mono trastornado.
Necesitaba inscribir su nombre en una lápida para que el tiempo tirano no
pudiera olvidarlo. Demasiado ampuloso, lo sé, pero buscaba un palo aguzado. Los
camaradas siempre deben ser recordados.