Temía
dejar de existir, pero me amedrentaba el hecho de que el muro lo pudiera fulminar.
El gigante rocoso no cesaba de vibrar, como si un terremoto voraz estuviera a
punto de azotar con toda su ferocidad. Encima el gato trepaba por mi espalda y
me arañaba sin parar. Sus garras afiladas me hacían sudar. No tenía piedad. O
tal vez algo me quería comunicar. No tenía tiempo para analizar su mensaje
subliminal. Yo seguía agachado, tirando de los cuernos hasta dónde mis músculos
me podían llevar, pero un hilo de sangre escapaba de su boca y me forzaba a
soltar. Pobre animal sentimental, todo parecía indicar que había llegado su desastrado
final.