Largo
era el camino, pero esperanzador era mi destino. Aquel campo era como un océano,
rodeado de peligros. Mi boca estaba seca y pegajosa, señal de que necesitaba
agua en mi cuerpo. No había tiempo para lamentos. Tampoco para retrocesos. A lo
lejos me parecía entrever un enorme monumento. Rápidamente me tiraba al suelo.
El gato se subía a mi cuello. Cuerpo a tierra avanzábamos unos metros. No se
oía nada más que silencio, y algunos ronroneos que me erizaban los vellos. Me
estaba persiguiendo, pero más vale prevenir que terminar con un flechazo en el
pescuezo.