La
solución no llegaba, pero las hormigas me enseñaban que en la vida nunca hay
que bajar los brazos. Arrodillado, seguía sus torpes pasos. Y digo torpe porque
por momentos se chocaban como autos con los frenos estropeados, pero lentamente
nos íbamos acercando. El gato, en cambio, permanecía estático. Tal vez
intentando comprender mi enigmático estado. Me sentía aislado y las pequeñas
gigantes eran algo así como un faro necesario. Como diría Wells, me sentía un
animal, un animal humanizado, fruto del caos desatado.