Un
yuyal denso me impedía dilucidar las causas de las revoltosas ramas que se
movían sin viento. Estaban muy lejos. Algunas hormigas inquietas trepaban por
mis tobillos y me picaban en traicionero silencio. Sin querer les estaba pisoteando
el sendero. Pacíficamente, corría mi cuerpo. Tenía que caminar algunos metros.
Respirando hondo, avanzaba a paso lento. No había palos en el suelo que
pudieran servirme de instrumento. Me sentía indefenso. A unos cinco metros del
gato me quedaba quieto: las ramas secas en realidad eran cuernos, y el gran
cabrón reaparecía cual torbellino violento para dejarme perplejo. Incrédulo, frotaba mis ojos para entender si se trataba de una ilusión a causa
del hambre y el sueño, pero el macho cabrío corría desaforado como si quisiera
enviarme al infierno. No era una mala idea elevar plegarias al cielo.