Chocaba
mi frente contra el muro. No me dolía. Las hormigas, vigorosas, subían por las
piedras sin perder el equilibrio, desafiando la fuerza de gravedad que todo lo
tira, todo lo derriba. Algunas transportaban hojas muy pequeñas. No podía
confundirlas, eran las hormigas argentinas. Soportando la impotencia de no
poder trepar como ellas, erguía las piernas, pero me quedaba observando las
piedras: no hallaba hendijas y el sol ni siquiera podía invadirlas. Resignado,
giraba mi cuello en busca del felino. Astor seguía detenido en el mismo sitio. Enmudecido.
Sus orejas estaban tiesas. Más allá de sus bigotes me parecía columbrar unas
ramas secas. Se movían. No corría ni una brisa.