El
gran cabrón se movía como un toro embravecido, con destino directo a mi sitio.
Tal vez nos distanciaban lo que miden de longitud cinco colectivos, que en
contados segundos se reducían a un suplicio. El gato Astor había desaparecido.
Su instinto animal le había alertado de un peligro. Yo retrocedía, casi
vencido. Por vez segunda el macho cabrío ponía a prueba mis testículos, y mi
corazón sufrido.