Pero
tal vez el búho había apagado la luz para que me quedara quedo, como un yuyo
solitario en los márgenes de un indómito desierto, con las nalgas reposadas en
el suelo polvoriento, junto al gato, mi entrañable compañero. La oscuridad era
absoluta. Quizá lo más parecido al vasto universo. Nadie podía vernos. Eso
sí, si Astor maullaba, podíamos acabar en manos de esos forasteros. Nos
quedábamos quietos, como dos murciélagos.