Caminando
entre las piedras nos acercábamos al montículo de tierra. Efectivamente había
una cueva, con una escarpada pendiente de bajada lo suficientemente espaciosa
como para adentrar una carreta. En su superficie había huellas. Eran pisadas. La
tierra estaba seca. Como todo ambiente subterráneo, era sombría y algo tétrica,
pero un distante haz de luz parecía vencer las impenetrables tinieblas del
fondo de la cueva. Cogía una piedra.