Avanzábamos
con lentitud, a través de un sombrío paso subterráneo, de unos tres metros de
ancho por dos de alto, que a medida que lo explorábamos se ponía más frígido y
menos hospitalario, pero el haz seguía firme en su sitio, proyectando su luz
sobre una pared situada a unos treinta pasos, los venía contando, y también
estimando, como si no le atormentara habitar un oscuro y solitario ambiente
subterráneo. Durante los momentos de oscuridad hay que concentrarse en ver la
luz. Y si no está hay que imaginarla. Para nuestra calma no había murciélagos
ni otros bicharracos que pudieran fulminarnos de un infarto.