Las
garras me marcaban las manos, como desprolijos surcos de un arado. Con un
esfuerzo inusitado descansaba las piernas y los brazos, en la misma rama desde donde
el gato me recibía con su ronroneo de tigre templado. La vista panorámica me
hacía olvidar que al menos doce metros me distanciaban de los llanos,
elevándome el ánimo. Había piedras por todos lados.