«¿Astor,
te apetece ese ave maldita? Puedes comerlo si tienes apetito». Todo parecía
indicar que su estómago felino estaba vacío, y que además me había comprendido,
porque se acercaba cautelosamente con sumo sigilo, con su espalda horizontal sin
emitir un leve sonido. Yo ni siquiera atinaba a respirar para no frustrar su
cometido. Temía que perdiera el interés de saciar su apetito. Lograba vislumbrarlo,
mi gato parecía un tigre asesino. El búho cabeceaba con raudos movimientos, pero
no se movía ni un centímetro. ¡Ni un milímetro! De pronto me quedaba
boquiabierto: se comportaban como viejos amigos tras varios encuentros fallidos,
mimándose como una madre cuando le brinda amor a su crío. Y eso no era
todo: el gato se frotaba contra su pecho, lamiéndolo, y el búho respondía con
picotazos que le forzaban más de un maullido, en claro sentimiento de cariño.
Encima giraba su cuello, casi dando giros completos, y luego abría sus alas,
como queriendo cobijarlo en su plumaje pardo, que por cierto era más grande que
todo su cuerpo. Era increíble, como Sofía, pero ella estaba lejos, aunque eso
sí, siempre presente en mis sueños más bellos.