Pese
a que lo deseaba con suma vehemencia y ansiedad, no me podía esfumar. Tal era mi
perplejidad que apenas podía pestañear. De hecho el gato me arañaba las
piernas, vigorosamente, como buscando hacerme reaccionar. Repentinamente, el
haz de luz se cortaba y, acto seguido, el búho comenzaba a graznar. Sus
graznidos me hacían temblequear. Eran tan intensos, tan intimidantes. Algo le
disgustaba más de lo normal. Y las extrañas voces tampoco paraban de sonar, en
la desgraciada e inhóspita oscuridad que, para mi desgracia, había decidido
penetrar. Me tenía que calmar, y levantar. Mis nalgas, en el suelo polvoriento,
no me iban a ayudar.