De
pronto nos paralizábamos, dos grandes ojos, de amplia pupila circular, rutilaban
en la oscuridad, como dos linternas. Estaban situados contra la pared, entre
nosotros y el haz de luz que nos había motivado a explorar la cueva. El gato
maullaba. Se desesperaba. Sujetaba la piedra con mi mano derecha, con mucha
fuerza. Estaba dispuesto a defenderme, a romper una cabeza, pero esos grandes
ojos estaban a ras de la superficie de tierra. No pestañeaba. Tan solo nos
observaba, turbando mi calma, sudando la palma que seguía sujetando la piedra.
Su mirada hipnótica erizaba a cualquiera. Como podía, juntaba fuerzas. Me
acercaba lentamente cual puma acechando a su presa. Era un búho, un solitario y
taciturno bicharraco de costumbres nocturnas, disfrutando de la oscuridad reinante
en la cueva. Respiraba. Me oxigenaba. Los ronroneos del gato se colaban en mis
orejas.