Domingo por la tarde. Restaban cinco minutos para las cinco.
El otoño, osado, aún repartía su clima templado en la calle Juncal. Enteramente
decidido a escapar de aquellas cuatro paredes de mi tediosa habitación, y tras
un intento de siesta fallido que sólo aportaba hastío y frustración, me libré a
una caminata de ocho cuadras con destino directo a la plaza Vicente López. Los
callecitas de Buenos Aires daban la impresión de haber importado calma de
Sahara o paz del interior. Todo lucía perfecto.
Con mil motivos para dirigir mis retinas hacia las páginas
de un libro demasiado perverso pero dichoso de ser transitado con la mirada de
lector amateur que apenas era y soy, encendí un cigarrillo y me largué a caminar,
sin apuros ni sobresaltos. Mientras la distancia con mi ansiada parada se
acortaba, pensaba en Villa Cañás. ¡Qué tan parecida suele ser Buenos Aires, los
domingos por la tarde, con aquella ciudad que me vio crecer! «¿Dónde estará ese
conglomerado de almas que invade la urbe y da bocinazos sin pensar en los demás?».
Finalmente llegué.
Increíblemente había un mundo de gente en esa plaza, como
si todos esos seres fuesen espejismos, o gente que simplemente perseguía
sobrevivir. Recorrí varios bancos. Mis piernas comenzaban a flaquear. No
hallaba asientos, sí un colosal ombú que, sin exagerar, era descomunal. «Tantas
raíces para mantenerse en pie». ¿Hasta dónde llegaban? Quizás hasta los
columpios donde los pibes jugaban sin cesar. No lo sabía y mucho menos daba
para resolver semejante misterio cuando la novela que llevaba comenzaba a
llamar. Detuve el andar. Más bancos ocupados y algunas mujeres tomando mate
sobre el césped, o pasto para quienes procedemos del interior. No obstante, al
mismo tiempo en que un rayo de sol rebelde abría los poros de mi antebrazo,
hallé a la distancia un banco combatiendo la soledad. Como un loco desquiciado
me iba acercando, precipitado. Tan sólo restaba extraer “The Buenos Aires
Affair” y acomodar poco a poco las neuronas para que la imaginación pudiese
volar y sentirse en libertad.
Estaba sentado en el banco de la plaza. En el banco
contiguo yacía un pordiosero, vestido con harapos, de barba negra y densa, que
de lejos parecía un mono y de cerca un miserable. «¿Estará atado al banco?». No
quise averiguarlo. Luego giré el rostro y advertí la presencia de unos jóvenes
tomando asiento en el banco que una adolescente acababa de abandonar para
movilizar a una anciana en silla de ruedas. Por los besos que se daban, se
amaban. La novia rondaba los 25 años, al igual que su novio. Lucía radiante con
su rostro angelical. Tenía los ojos color esmeralda. Su lacio y negro cabello
le llegaba a los hombros. Cada cual tenía un libro. ¡Dios ha sido tan justo que
ha creado tu figura para adorarlo!, pensaba totalmente cautivo de su belleza
exterior. Era imposible pensar en imposibles sabiendo que su novio (llamémoslo
así) no hacía otra cosa que hojear un libro titulado “La Meta”, meta que en
un primer momento consistió en leer mi novela para luego embelesarme con su
belleza.
La miraba, la miré y sus ojos continuaban anclados en un
libro que no daba a conocer.
Un poco adaptado a la mariposa de la Recoleta, regresé la
mirada a las líneas de Manuel Puig para increíblemente toparme con el éxtasis
de Gladys, esa muchacha convertida en personaje que echaba mano al asunto
mientras recordaba en su cama momentos de lujuria y seducción. Pero mi mente
estaba bloqueada, tan sólo quería una mirada. ¿Cómo hacer para resistir?,
reflexionaba en el momento en que una ventolina acariciaba su cabello y estimulaba
mis deseos de quedarme con aquello.
Mirame, mirame, ¡mirame tan sólo un ratito!, rogaba en mi
interior.
Estaba entregado: era una sirena que encima leía con notorio
interés.
En ningún momento devolvió mi mirada pero estaba seguro de
que algo ocultaba porque sólo las mujeres son capaces de encapricharnos, sólo
las mujeres tienen el don de decidir a quién quieren y a quién no.
Los minutos corrían y surcaban esferas sobre mi reloj de
pulsera, motivo por el cual encendí otro cigarrillo y me juré olvidarla cuando
terminara de aspirar el humo que te puede sepultar.
Finalmente terminé de fumar, deposité mi libro en la
mochila y la miré, pero aquella hembra deslumbrante, que en ningún momento me
dio el gusto de mirarme aunque fuera un instante, continuó con la cabeza gacha
pero levantó la mirada hacia mí cuando estaba preparándome para partir.
Fueron cinco segundos que me parecieron siglos. Lo
suficiente como para regalarme una sonrisa y hacerme feliz.
Mientras regresaba a la calle Arenales pensaba en lo fascinante
que era aquella mujer. ¿Te das cuenta? Ella no me miraba por respeto al novio,
pero fue lo suficientemente dama como para obsequiarme lo que tanto estaba
esperando: una mirada.
FIN