Arribábamos
a la planta. Ninguna piedra había sido desplazada. Realmente era muy alta, y
estaba aislada, como nosotros, pero lamentablemente no podía balbucear una
palabra. No hablaba. El gato subía por el tronco como invitándome a seguir sus
piruetas de acrobacia. Me daba vértigo, me revolvía las entrañas. Ni siquiera
había puesto el pie en una rama. Giraba el cuello. Inmediatamente después hacía
lo mismo con la espalda. Observaba todas esas piedras enigmáticas. No podía
quedarme con las ganas de saber de qué se trataba. El gato maullaba. Perseguía
animarme, entonces me colgaba de una rama, como una araña, y pataleaba,
buscando alcanzar la otra rama, que me sirviera de apoyo para ponerme de pie y
ascender cautelosamente por la planta.