Escalábamos
lo que alguna vez había sido un muro divisorio, eso mismo que los hombres necios
e inseguros suelen levantar para testimoniar su mediocridad, sus estúpidos
prejuicios que nunca conducen a nada, salvo a los falsos sentimientos de
superioridad. Nuestro héroe yacía sin que nadie le diera una segunda
oportunidad. «¿Qué fuerza misteriosa rige nuestro destino?», me preguntaba sin mirar
hacia atrás. El azar, nuevamente, me daba a entender que nada está escrito, y
que los hechos ocurren sin deberse a una intervención con clara intencionalidad.
Vacilábamos, sólo porque perdíamos el equilibrio entre tantas piedras desparramadas
que nos hacían trastabillar. Cuando uno desea algo de verdad, sólo la enfermedad
te puede hacer fluctuar.