Cada
piedra que caía me producía una inmensa agonía. Yo estaba a salvo, a unos
veinte metros del muro que lentamente cedía, con mi amigo el gato, que arañándome
la pierna me pedía algo que no comprendía, pero el desdichado cabrón padecía
una pedrada que me retorcía, me revolvía todas las tripas. Las piedras le
molían, como el trigo cuando se hace harina. Sin embargo no se movía. Me
aliviaba saber que no sufría. De todos modos la pena me consumía. Las lágrimas
me surcaban las mejillas. El famoso cabrón de Goya me había enseñado que su desprestigio
era una impostura inmerecida.
FIN DEL
CAPÍTULO V
FIN DE “EL
IMPERIO DEL SOL”
Continuará…
tal vez en la misma bitácora