Varios
metros delante, tras unos treinta —o tal vez cuarenta— minutos de fatigosa caminata,
hallaba un sinnúmero de piedras repartidas a lo largo y ancho de una superficie
terregosa, como si alguien se hubiese encargado de tironear los pastos para
arrancarlos de cuajo, todas milimétricamente estructuradas que hasta daba la
impresión de que se rozaban, pero increíblemente no se tocaban, dándome a
pensar que representaban cosas insospechadas. Mi limitada altura no me permitía
contemplarlas. Soltaba el gato para pensar con calma. Como era de esperarse,
caía parado entre unas piedras que le cercaban. Adentrándome con la mirada en
la vasta pampa buscaba algo que me sirviera para examinarlas. A unos cien
metros divisaba un árbol alto, de similares características a las de un algarrobo
blanco. En su extremo superior se había deshojado. Tal vez por falta de agua. O
por esas enfermedades que padecen las plantas. Esquivando las piedras para no alterarlas,
caminaba a paso rápido en busca de las necesitadas ramas. No me sería fácil
treparlas, pese a que esa fobia ya había sido superada.