«¡Levántate,
levántate!», rogaba yo sujetando su cuello como si se fuese a escapar, pero el macho
cabrío, que tenía la fuerza de un titán, ni siquiera parecía respirar. Para peor
se estaba hinchando y hasta olía mal. A metro y medio de mis piernas
temblorosas, entre su cuerpo yerto y el muro que no cesaba de vibrar, hallaba los
restos del cuerno que el fuerte impacto le había arrancado para dejarlo nocaut.
No tenía sentido ir por su hueso frontal: no se podía volver a fijar y, además,
una piedra en cualquier momento me podía aniquilar. No presagiaba mal. La
estructura finalmente cedía y se comenzaba a desmoronar, como un castillo de
arena arrasado por un vendaval. Una piedra más grande que mi cabeza daba de
lleno en su costillar. El gran cabrón no lograba reaccionar. No gemía. Parecía
un vegetal. ¡Había muerto mártir por defender nuestra libertad! Tenía que
escapar, con ese dolor punzante en el pecho que a duras penas me permitía
respirar.