Raymond llevaba un reloj de pulsera en la muñeca izquierda,
pero las agujas siempre estaban quietas. El tiempo parecía muerto. Estaba más
solo que una estrella. Su cielo era una sombra densa. Extrañaba la Tierra.
Raymond, padre de Meissa y marido de Estela, era un astronauta condenado a una
muerte lenta: había sido atrapado por una extraña región negra, donde ni
siquiera la luz podía escapar de ella, en las proximidades del planeta Zeta.
EL MISTERIOSO CASO DE BENITO (3ra. parte y final)
Una noche hibernal, en el momento preciso en que una
ventisca comenzaba a soplar, y los temerosos pájaros se resguardaban del
temporal, la abatida abuela abrió la puerta y se marchó para no regresar.
Nueve días después, el cuerpo de un niño fue hallado en su
cama, entre sábanas ensangrentadas, con todas las uñas enroscadas en la espina
dorsal. Uno de los policías tenía ganas de vomitar. Una niebla fantasmal invadía las veredas de la desolada ciudad.
El columpio de Benito se movía en dolorosa soledad.
FIN
EL MISTERIOSO CASO DE BENITO (2da. parte)
A los trece otoños los cortes pasaron a ser extremos: por
la mañana, siete centímetros; por la noche, lo que en medida sumaban los veinte
dedos. Los zapatos no resistían, el filo de las uñas perforaba hasta los cercos.
La desahuciada abuela solía encerrarse en el baño para llorar sin consuelo. Se lavaba
la cara con agua tibia y jabón neutro. Solía maquillarse para que el niño no
sospechara el más mínimo sufrimiento, pero una tarde cogió el teléfono y llamó
al médico. El único médico de cabecera había muerto. Una crisis nerviosa la
tumbaba al suelo. Pensaba en el suicido. La parca merodeaba por los pasillos
cuando no tenía fuerzas ni para darle un beso.
EL MISTERIOSO CASO DE BENITO (1era. parte)
Las uñas de Benito crecían incesantemente. Su alma cándida contaba
en su haber con apenas doce primaveras, lánguidas y grises. ¡Era tan inocente! La
desolada abuela no podía detenerlas. Consternada hasta la médula, se valía de
dos filosas tijeras. De algún modo tenía que contenerlas. Por la mañana, cuando
los niños iban a la escuela, se acercaba a sus sábanas y sin despertarlo le
cortaba tres centímetros, y por la noche, después de asearlo para que el sueño
le diera un poco de tregua, otros cinco. Pobre angelito, durante el ocaso le
crecían más deprisa, como si la puesta del sol fuese decisiva. Ella no quería
que las chismosas del barrio le vieran postrado, y mucho menos, que descubrieran
la desesperada razón por la que visitaba tan seguido al afilador de tijeras.