martes, 30 de octubre de 2012

Entrega nro. 14


Martina habrá demorado media hora en llegar al banco de la plaza. Con mucha clase, se había sacado de encima al loco delirante, y el loco delirante había aceptado las disculpas, o había acatado, después de todo no le quedaba otra alternativa. Un taxista la había arrimado hasta la plaza, y en un banco lo vio a Segundo, con la espalda custodiada por el Palacio de Justicia del barrio Tribunales. Segundo seguía sentado, esperando su arribo como pasajero agobiado deseando la llegada de un tren. Los últimos rayos solares penetraban su camisa arrugada. Frente a su nuca, el teatro Colón deslumbraba a una decena de turistas que descendían de un micro y lo fotografiaban, atraídos por su diseño arquitectónico. Los coches taxis circulaban por las calles, cooperando para que muchos oficinistas pudieran cumplir con los horarios predeterminados. La balanza del bien y del mal intentaba equilibrarse pero la vida giraba y giraba como una calesita que combatía, victoriosamente, las modas momentáneas, las buenas y malas costumbres, y el crecimiento tecnológico del nuevo siglo. Refugiados en tiendas precarias, muchos comerciantes perseguían lucrar con la venta de textos jurídicos. Segundo tenía la corbata desarmada, casi sin nudo. Estaba preocupado y encima desocupado. Fumaba sin cesar y ya había extinguido más de veinte cigarrillos en lo que iba del día. Sus pulmones estaban estropeados. Su abuela había fallecido, ya estaba sepultada en el cementerio del barrio Recoleta. Como si eso fuera poco había renunciado a su trabajo, o a su jefe, que era lo mismo, el insoportable sujeto que lo había supervisado durante dos años, ciento cincuenta días, trece horas y dos decenas de segundos. Por un lado, sentía libertad pero, por otro, esa libertad le clavaba una espina que no le permitía pensar con claridad, y su abuela estaba muerta, no tenía noticias de su amigo Pedro y alguien que decía llamarse Florencio Restrepo —también fallecido— había nombrado a un tal Francisco, a Francisco Reina. Parecía una pista a seguir. Demasiadas emociones en pocos días. Sus ojos estaban venosos, había lagrimeado y ya no le importaba que lo vieran llorando, necesitaba descargar sus penas. En esos instantes se distraía con un treintañero extrovertido que deambulaba por las veredas de la plaza: tenía puesto un short anaranjado, una remera desteñida con el dibujo de un corazón, y un ombligo acalorado porque la ropa le quedaba chica. Parecía una oruga convertida en mariposa que había abandonado su canasto para explorar los jardines naturales. Era tan graciosa su apariencia que nadie podía ignorarlo, ni siquiera Segundo que, a pesar de todo, se detenía a observarlo. ¡Quiero ser tu esclavo, tu dulce melodía, tu crema batida!, cantaba el treintañero, moviendo los brazos como aletas de un pez marino. La música lo elevaba en el aire cálido con ese par de cables negros que llevaba prendidos en las orejas y conectados con un dispositivo, posiblemente un celular. Metros atrás había un policía envestido de abundante grasa abdominal. Tenía también una crecida barba castaña pigmentada de canas. El policía sonreía ante el espectáculo gratuito que el loco afeminado brindaba con entusiasmo, pero Segundo estaba sintiendo los dedos de una mano que le rozaban el hombro izquierdo, eran los dedos de Martina queriéndole avisar su llegada:
—Hola, Segundo. Lamento mucho lo de tu abuela —se presentaba ella con un beso en la mejilla. Después tomó asiento a su lado derecho.
—Gracias. No hacía falta que vinieras.
—Al fin y al cabo, estaba en deuda contigo. ¿O acaso lo habías olvidado?
—En eso estamos de acuerdo.
Ella le miraba los ojos irritados mientras Segundo seguía asintiendo con la cabeza, era evidente que había llorado.
—Te oí demasiado triste, no quería dejarte solo. Me daba la impresión de que necesitabas hablarle a alguien. Quizá ese alguien sea… yo.
—En eso también estamos de acuerdo. Desde hace unos días, no puedo ubicar a mi mejor amigo. Acabo de renunciar a mi trabajo. Me siento solo.
Y se había pausado porque un señor irrumpía a los gritos limpios en esa zona de la plaza. Paseaba junto a una perrita que conducía con una correa anaranjada atada a su cogote. La perrita era un caniche y ladraba, intermitentemente, a un perro que movía la cola y olfateaba la suya.
— ¡Fuera, bastardo insolente!, —le ladraba el señor al perrito—. A mí no me vas a hacer cornudo, perrito mal clonado. Berta es mía, ¡buscate otra!
Martina lo miró y de inmediato lo reconoció: era el psicópata que minutos antes había estado sentado en su diván, el mismo loco delirante que hasta había declarado su amor por una perra. Tironeaba de la correa como si rogara a gritos prolongar la virginidad de su caniche. Estaba estupefacta, observando a ese psicópata que, con buenas excusas, había logrado expulsar de su consultorio pero que desgraciadamente reaparecía:
—Uy… ¡por Dios! ¡Qué castigo! —se quejaba ella, ocultando su cara con un periódico, desechado entre su pie derecho y el extremo del banco.
— ¿Quién es ese loco? ¿Lo conocés?
Segundo no podía verle la cara, sí la portada de ese periódico que la resguardaba e informaba el crecimiento de la delincuencia en las grandes urbes del país.
—No me hables, por favor. Después te explico.
Lo había acallado porque la voz del loco se oía cada vez menos distante. Es que el loco estaba excitado y continuaba tironeando de la correa en dirección al banco, buscando romper el hechizo de su mascota —o de su novia— por ese perrito que nunca terminaba de olfatearle la cola:
—Yo te doy todo, Bertita, ¿y vos me respondés con ésto? Ahora nos vamos a casa, estarás en penitencia durante todo el día.
La perrita ladraba y ladraba sin cesar, accionando saltos alocados.
—Y si no te dejás de joder —agregaba—, te haré comer mondongo frío.
—Ni se te ocurra mencionarme —le ordenaba ella a Segundo al presumir que el loco se acercaba.
— ¿Tenés fuego, pibe? —preguntó el psicópata, recogiendo un cigarrillo pisoteado y olvidado en el medio de la vereda.
—No, no tengo.
— ¿No tenés fuego? ¡La puche, che! ¿Y ese paquete de cigarrillos?
Estaba señalando el paquete de cigarrillos que Segundo había apoyado en el banco, más precisamente entre sus piernas.
—Usted tampoco tiene y sin embargo me pide fuego. ¿Qué tiene que ver?
Martina continuaba resguardada en la portada del periódico, no movía un pelo, tomando ese diario por sus extremidades para que el viento no lo doblase.
— ¿Y qué está primero, el huevo o la gallina? —seguía delirando el psicópata.
Estaba cargoso el loco, encima no se resignaba. Martina ya estaba harta de sus locuras, lo había escuchado en demasía. Se paró. Usando el cabello como camuflaje, se tapó parte de la cara para huir en dirección a las puertas del teatro. Segundo no comprendía su reacción pero entregó su encendedor, quizá para conformarlo, y corrió tras ella hasta alcanzarla y detenerla poco antes de que superasen el cordón de la vereda, para decirle:
—Cada loco con su tema. Entremos al Colón que conozco un sitio donde podremos dialogar sin que nadie nos moleste.

Entrega nro. 13

Seis tardes y cinco noches posteriores al parto de su sobrina, Martina asistía en su consultorio a un sesentón muy curioso y poco habitual. Segundo había faltado a su terapia, sin aviso previo, y el reloj del consultorio marcaba las cinco de aquella tarde cálida, con un cielo tan limpio y despejado que hasta parecía pintado a pincelazos. El paciente se había echado en el diván. Curiosamente se había descalzado los zapatos, dejando a la vista un par de medias rayadas de colores variados: rojo, verde y hasta violeta. Martina lo miraba, impresionada, del otro lado del escritorio, abriendo su cuaderno de apuntes para sepultar en palabras un inminente desborde emocional. Resultaba notable el desopilante saco que su paciente vestía, con una camisa verde que debatía abiertamente con una corbata animada con los personajes de la serie “Los Tres Chiflados”. Además presentaba un bigotito bien finito y parejito al estilo de Adolf Hitler. Era calvo con tan sólo un rulo más allá de la frente y un lunar vistoso y poco estético que sobresalía en su mejilla derecha. En fin, se parecía más a un payado de circo berreta que a un paciente con problemas psicológicos irresueltos.
—Bien, comencemos —proponía ella, percibiendo la mudez de su paciente.
—Uno, dos, tres, probando.
El paciente no hacía otra cosa más que confirmar su locura, entonando números como si quisiera poner a prueba el funcionamiento de un micrófono, es más, había acercado el puño a los labios, simulando el sostenimiento del artefacto.
— ¿Y eso? —reaccionó ella, dejando caer la lapicera sobre el cuaderno.
Y el loco no se inmutaba, estaba quieto, quietísimo, con los ojos cerrados y una respiración que apenas se deducía en su vientre porque estaba estático:
—Uno, dos, tres… comencemos —seguía delirando el loco.
— ¿En qué puedo ayudarlo?
—Disculpe, señorita —agrandaba los ojos y miraba el techo—, en realidad vengo a ofrecerle mi ayuda.
— ¿Perdón?
—Dije que vengo a ayudarla. Con mis confesiones usted tendrá la posibilidad de madurar sus conocimientos, los profesionales.
El loco se había puesto serio. Martina analizaba sus gestos y ademanes: al menos había comenzado a gesticular.
— ¿Y eso, de qué se trata?
—Dicen que soy loco pero loco no soy, quizá sea un loco lindo pero si estoy seguro de algo es que loco no soy.
Qué loco está éste, reflexionaba Martina, echándose en el respaldo de la silla. El loco ensalivaba su bigotito con la punta de la lengua, de izquierda a derecha cual limpiaparabrisas, pero repentinamente giró el cuello de manera brusca y la miró a los ojos con las pupilas endemoniadas, sin pestañear, para aclarar:
—Según dicen, quien no reconoce su locura está loco pero loco no soy y yo…
Se había pausado. De pronto movió el cuerpo cual bebé en posición fetal, apoyando el puño derecho en el mentón. Ella estaba tan anonadada que ni siquiera escribía, tenía los sentidos totalmente limitados.
—Está bien —balbuceaba Martina—, pero confiese sin nervios, por algo y para algo arribó a mi consultorio. ¿Qué tiene para decir?
—Ya descargué, es que estoy descompuesto —seguía delirando, pegándose manotazos en las rodillas.
— ¡Por favor! ¡Un poco de respeto! Soy una profesional, no una espectadora de sus groserías.
Su enfado lo estaba asustando, tanto era así que se cruzaba de brazos como quien estaba a la defensiva, pero después se sentó, esforzándose. Un ombligo peludo asomaba desde su camisa entreabierta, además tenía un agujerito en la entrepierna que delataba el color de su calzoncillo. Era marrón. Había abierto los ojos, el loco, con unas muecas sucesivas que no parecían culminar, pero se calmó y extendió el brazo izquierdo, suplicándole a la distancia como hermosa hembra despechada:
—No se enoje, por favor. Necesito su ayuda. ¡Ayúdeme!
Su brusca reacción había sido tan sorpresiva que el corazón de Martina latía a destiempo:
—Bueno, bueno, tranquilo, relájese por favor. Comencemos nuevamente.
Ella abría la mano persiguiendo su calma, y el loco se recostaba en el diván, juntando las rodillas con una pierna puesta por encima de la otra:
—Uno, dos, tres, probando —deliraba otra vez con un tembleque en los labios—. Me llamo Arturo, tengo cincuenta y ocho pirulos, solterito y sin apuros, pero tengo novia y se llama Berta. Ella tiene cinco años y es muy bonita, debería conocerla.
El loco asentía con la cabeza, el resto del cuerpo lo tenía inmóvil, y Martina intentaba sepultar con palabras su locura pero no podía:
— ¿Su novia tiene cinco años?
—Sí, cinco. ¿Qué tiene de malo? Es muy buena compañera. No sabe cuánto le gusta morder huesitos.
Ella hacía hasta lo imposible para comprenderlo pero no podía, su delirio contenía desmesura. Movía la lapicera pero, en lugar de escribir, garabateaba. Esos mamarrachos eran lo más representativo de su paciente: un garabato sin forma ni fondo. El loco continuaba quieto, se había callado, estaba ensimismado y con la mirada puesta en el techo, pero tras unos cinco o seis segundos de mesura soltó las riendas y comenzó a confesar:
—Berta es hija de Pepa, esa desgraciada la abandonó cuando era una criatura, ¡pero ojo que desde ese día somos inseparables! Todos los vecinitos quieren intimidar con ella. Siempre lo impido. Hay que estar alerta ante esos forasteros.
Y ahí nomás se sentó, de un único movimiento para sacar del bolsillo del pantalón una fotografía, era más pequeña que la palma de su mano, y después la dejó caer en el escritorio, estirándose luego hacia adelante como si una cadena lo atara con el diván:
—Ella es Berta. Esa boca, ese pelo, ¡esa cola!
La Madre Teresa aparentaba borrar la sonrisa que proyectaba el portarretrato. Era una cachorra, un can lo que develaba esa fotografía, una perrita con pelaje blanco, chiquitita, parecida a un caniche con esos rulos a lo largo y ancho de su cuerpo, como si usara un pulóver desde el hocico hasta la punta de la cola. Martina tomó la fotografía y comenzó a soltar risitas, risas que luego intentó disimular porque el loco se asombraba:
—Ahora comprendo, su novia es muy bella… y además se la ve muy alegre.
—La gente dice que soy raro. ¿Raro yo, por qué amo? ¡Son todos unos envidiosos!
Su amor por esa perra era tan inaudito que, a esa altura de las circunstancias, se confundía con una broma de mal ingenio, pero algo tenía que acotar, Martina, de alguna manera tenía que romper con sus delirios:
— ¿Y usted a qué se dedica?
—Por la mañana alimento palomitas que aterrizan en plaza Las Heras, allá, frente a la universidad gótica —señalaba el balcón—, después converso con Batman, siempre comenta que Robin es mariquita y…
…Y se vio interrumpido porque, por primera vez, Martina comenzaba a alzar la voz:
—Está bien, tranquilo, veo que le gustan los superhéroes. ¿Sus padres viven?
—Claro que viven, pero una tarde se fueron de viaje y nunca más dieron noticias.
El teléfono de línea había comenzado a sonar. Martina se disculpaba pero por dentro agradecía el llamado como si se tratase de un milagro. Se paró sin vacilar. El loco se recostaba nuevamente en el diván. Llegó a la repisa y descolgó:
— ¿Martina? —le preguntaba una voz viril, muy agitada.
—Ella misma. ¿Quién habla?
—Segundo, te habla Segundo Noruega. No pude asistir a la terapia, te ruego disculpas pero —se había pausado—, falleció mi madre, perdón, falleció mi abuela. Estoy desesperado.
Martina estaba parada, tapaba el micrófono del tubo telefónico con la mano izquierda, observando la quietud de una anciana que pitaba un cigarrillo en el balcón del departamento vecino, la misma anciana que Segundo había visto pedalear desde una bicicleta. En esa misma línea recta pero más abajo, estaba el loco, quietito en el diván. La voz de Segundo sonaba herida, no cabían dudas de que estaba sufriendo.
—Segundo, ¿cómo estás? Perdón, ¿cómo preguntarte eso? ¿Dónde estás?
Se oían bocinazos y el viento soplaba tanto que interfería en la comunicación.
—Estoy sentado en un banco de plaza Lavalle. Acabo de renunciar en mi trabajo.
— ¿Por qué no venís? La última terapia está llegando a su fin.
Y ahí nomás Segundo comenzó a llorisquear, ya no podía contener tanta amargura contenida:
—Necesito pensar.
—Tranquilo, estate ahí que en unos minutos iré por ti. ¿Dónde está situado ese banco?
— ¿Estás segura?
—Segurísima.
—Frente a la puerta trasera del teatro Colón, debajo de las ramas de un árbol.
—Bueno, nos vemos. Te corto, chau.
Muy desconcertada, colgó sin esperar su despedida. Desde ahí se fue hasta el balcón, pasando primero por el diván y notando que el loco tenía los ojos cerrados, como si durmiera. Apoyó la cadera en la baranda del balcón cual boxeador recurriendo a las cuerdas de un ring, golpeado por su presente, y se atragantó con saliva al ver que el loco retomaba su posición de un salto para escarbarse los orificios de la nariz. Como si eso fuera poco, estaba expulsando gases potencialmente sonoros, o pedos, que es lo mismo. Era la primera vez que Martina se daba por vencida desde que ejercía la profesión.
  

jueves, 25 de octubre de 2012

Entrega nro. 12


Hogar de Carolina, a la aguja del reloj a cuerdas le restaba completar cuatro vueltas para que su cucú asomara el hocico en catorce ocasiones. El mismo día en que Segundo había tomado conocimiento de la defunción de Florencio, su abuela cebaba unos mates en el interior de su quincho, sentada en una silla reposera que solía trasladar al parque cada vez que el clima se lo permitía. Llovía a cántaros y el cielo estaba grisáceo, más que las dos de la tarde parecían las siete de un crepúsculo sombrío y voraz. Hortensia, su amiga de toda la vida, estaba sentada a su lado: agarraba por el asa el mate de madera que le habían cedido con el pulso arrebatado. Ni tiempo para entrar en la casa les había quedado, cautivas del temporal y unos relámpagos furiosos que impulsaban los ladridos de un perro vecino. A pesar del mal tiempo estaban cómodas, haciendo lo mejor que podían hacer: viendo pasar la vida en compañía, con mates dulces y unos bizcochitos de grasa que estaban servidos en un plato sopero. Hortensia había superado los ochenta abriles, tenía ochenta años, claro. Era viuda desde hacía quince. Los años no le pesaban porque era una dama ligeramente extrovertida, con un espíritu jovial. Era muy coqueta y un poquito atrevida.
Ya llevaban poco más de una hora dentro de ese quincho, contemplando las gotas escurridizas que caían desde las canaletas y se deslizaban por tres enormes ventanales hasta ser empujadas al pasto por la fuerza de las ventoleras. Cinco revistas chismosas abarcaban la tabla plástica de la mesa donde también Carolina apoyaba el termo cada vez que terminaba de cebar. El plato sopero y los bizcochitos estaban ubicados en el centro de la mesa, aún sobrevivían unos cuantos a pesar de que habían comido en demasía. Vestían blusas del mismo color, negras, pero Hortensia arropaba sus piernas con un pantalón de seda grisáceo, a diferencia de Carolina que aún no se había quitado el camisón que vestía desde la mañana.
Un trueno irrumpía en la charla, justo cuando Hortensia tomaba una revista y la hojeaba, la que tenía a Mirtha Legrand en su tapa. El estruendo había sido tan notable que se voltearon en simultáneo para mirar el ventanal, estaba vibrando, esos vidrios rogaban piedad a la fuerza omnipotente de los malos tiempos.
—Por Dios, ¡qué trueno! —comentaba Hortensia, acomodándose el flequillo rebelde que caía desde su frente.
—Aún me pregunto cómo haremos para adentrarnos en la casa. Llueve tanto que temo resbalar.
Pero Hortensia la ignoraba, hojeando las páginas de esa revista farandulera que el trueno portentoso poco postergaba. Los ladridos del perro habían cesado, posiblemente escondido en algún recoveco de la casa vecina, con las orejas atolondradas.
—Mirtha está más bella que nunca —opinaba Hortensia, ojeando una fotografía de la diva argentina.
— ¿Mirtha?
—Sí… ¡La chiqui Legrand!
—Ah, sí… ¿Lo decís por la revista? ¡Monísima!
Se decía que Mirtha Legrand traía suerte y vaya que la irradiaba porque en esos momentos la lluvia cesaba, cediendo una tregua suficiente como para que pudieran refugiarse en el interior del hogar. Sólo Carolina lo estaba advirtiendo porque Hortensia seguía dándole la espalda a esos ventanales, sin quitarle los ojos de encima a la diva con su tapado rosado impreso en la tercera página de la revista.
—Siempre que llovió, paró —fraseaba Carolina de buen ánimo—, corramos hasta la casa antes de que el mal tiempo nos detenga —y se paró.
Hortensia la oyó y dejó caer la revista sobre la mesa. De inmediato tomó el plato sopero con los bizcochitos dentro mientras Carolina hacía lo mismo pero con el termo, tomándolo por el asa con su mano derecha. Estaban desalojando el quincho, encaminadas por la única veredita que conducía a la casa. Iban a la par. El pasto estaba cortito pero muy mojado y resbaladizo. Las ventoleras habían volteado dos macetas que antes estaban apoyadas contra la pared del tapial. En buen momento llegaban a la puerta de la cocina, resguardadas por un tejado con terminación en una canaleta sobrepasada de tanta agua de lluvia que caía desde el techado.
Entraron por la puerta de la cocina. Antes de dirigirse al living, se secaron los calzados con una toalla destartalada que Carolina solía usar como trapo de piso. Después se adentraron en el living y tomaron asiento en el sofá, una en cada extremo, agitadas como si hubieran caminado durante horas. Carolina había apoyado el termo sobre la mesita ratona, el plato sopero también estaba ahí, lo había dejado Hortensia poco antes de que lo hiciera ella, pero habían olvidado el mate y Carolina lo hacía recordar:
—Olvidamos el mate.
— ¿Querés que vaya?
Un potente relámpago, que luego era sucedido por un trueno ruidoso, se hacía escuchar, retumbando en todos los rincones de la casa. Podía verse la lluvia por la cortina a medio cerrar del ventanal que comunicaba con el patio.
—Será mejor que posterguemos el mate y tomemos unos tecitos —decía Carolina con una mueca en la comisura de los labios.
Hortensia se había cruzado de brazos, percibiendo por el ventanal la bravura de la lluvia que nuevamente desataba su furia. Y desde ahí la vio pararse en dirección a la cocina, rengueando como si su pierna derecha estuviera acalambrada. Las turbinas de un avión, que en ese momento alojaba sus alas metálicas entre los densos nubarrones que circulaban por encima de la casa, intentaban vencer las cada vez más hostiles voces del clima.
— ¿Cómo está Segundito? —chilló Hortensia sin despegar la cadera del sofá.
—No te escucho. Repetilo, por favor.
—Prepará el tecito que después te pregunto.
Carolina no había oído nada: la lluvia y el avión potenciaban su sordera. Se había puesto a calentar una pava que ya tenía agua en su interior, y bajaba dos tazas de una alacena para apoyarlas en la mesada, la misma que aún alojaba la radio portátil desde donde había escuchado el cuento de los escorpiones. Después sacó de un frasco dos saquitos de té y los dejó caer en el interior de las tazas, tazas que luego apoyó en un par de platitos para llevarlas a una bandeja donde también terminó depositando una azucarera. La bandeja era de madera y su fondo presentaba un dibujo: tres patitos blancos paseando por un lago, entre juncos y totoras. La pava alertaba la ebullición del agua, estaba silbando, entonces apagó la hornalla y vertió el agua en las tazas, empapando de vapor un frasco que adornaba la mesada.
—Aquí traigo los tecitos —reaparecía en el living con la bandeja en mano.
Hortensia corría de lugar el control remoto, estaba apoyado sobre la mesita ratona, cediéndole espacio como para que pudiese ubicar la bandeja.
—Te preguntaba por Segundito: ¿cómo está?
Carolina ya había apoyado la bandeja y hasta había tomado asiento en el sofá, en el mismo lugar donde minutos antes había estado sentada.
—Mientras preparaba el té pensaba en su ausencia. Anoche lo llamé en tres ocasiones y no respondió. Y eso que anoche vino a casa a cenar unos ñoquis. Tenía el celular desconectado.
Bebían unos sorbos de té pero Hortensia fruncía el entrecejo, reflexionando:
— ¿Qué hace un muchacho cuando desconecta su teléfono?
—No sé. ¿Qué hace?
—Pues pasa la noche con una muchacha —se reía la desgraciada—. Es un joven muy guapo y además, apuesto.
Su comentario provocó que Carolina la mirase de reojo, con la uña del dedo pulgar metido en la boca, y no la partía, solamente la presionaba con los dientes:
—Qué graciosa que sos.
— ¿Encima sos celosa, sos una abuela celosa?
—Callate, querés.
— ¿Y su trabajo, cómo anda en el trabajo?
—Está muy desilusionado, pobrecito. Su jefe lo tiene harto —apoyaba la taza a medio tomar en la bandeja de la mesita.
—Debería buscarse otro empleo. Es tan apuesto…
—Es muy inteligente pero los tiempos han cambiado demasiado, ahora las leyes laborales son meros adornos. Ya nadie respeta a nadie.
E inmediatamente Carolina comenzó a frotarse el pecho, como si quisiera tantearse los latidos. Por momentos cerraba los ojos y gesticulaba dolor, pero Hortensia no lo notaba, en esos instantes estirándose hacia la mesita ratona para poder escarbar en los bizcochitos.
—Caro: ¿recordás que mañana es la fiesta de mi nieta? Te comprometiste a prestarme la blusa color beige, ¿lo habías olvidado?
—Pero claro, mujer, estarás preciosa. Ahora mismo iré por esa blusa.
Carolina se estaba parando, abandonando los dolores en el sofá. Suspirando, caminaba lentamente hasta llegar a la escalera que llevaba a una habitación de servicio. Si mal no lo recordaba la blusa estaba dentro de uno de los armarios, pero al superar el decimo escalón, de una escalera que tenía al menos treinta, sintió en el pecho un latigazo que la sacudía a la baranda. Detuvo su andar. Recobró fuerza muscular y continuó subiendo como si cada escalón fuera un paso batallado. Estaba exhausta. La cama de la habitación tenía un acolchado azulado y una almohada con una funda celeste. Otro latigazo en el pecho la empujaba a la cama, y luego otro la terminó tirando en el colchón. Su cuerpo estaba tendido en la parte trasera de la cama, indefenso, tembloroso, helándole un corazón añoso que ahora latía con menor intensidad. Suspiraba, pobre Carolina, con cara de pánico. Como pudo, giró el cuello y miró un portarretrato, aquel que portaba una fotografía de su marido sobre la mesita de luz. Los dedos arrugados de sus manos recorrían sus pechos mientras Hortensia le hablaba, casi a los gritos, desde la planta baja:
—Paso al baño, querida.
Ella había oído pero no respondía, no podía, sentía una impotencia brutal. Le dolía el pecho y apenas lograba soltar algunas palabras que terminaron quedando aisladas en el interior de la habitación:
—Armandoooo. Anto… ¡Quiero vivir!
Un haz de luz penetraba los orificios de la cortina, quizá proveniente de un poste de luz callejero que acababa de ser encendido. Iluminaba su cuerpo débil, echado en el colchón por encima del acolchado, en esas circunstancias todo arrugado. Consternada, agrandó los ojos, forzando las cuerdas vocales para exclamar:
— ¡Hortensia! ¿Estás ahí?
Su pregunta rozaba la desesperación. Seguía tanteándose los latidos pero curiosamente ya no sentía molestias en el pecho. El silencio era total, hasta se oía el tic tac del reloj a cuerdas. Pisó con firmeza el alfombrado y comenzó a descender por la escalera, quería informarlo todo pero su amiga ya no estaba. Y ahí recordó que le había informado que pasaría al baño y hacia el baño fue, caminando con liviandad como si ningún dolor la hubiera aquejado. Tampoco estaba en el baño, ni rastros de su paso había dejado.
— ¿Dónde estás? —preguntaba con angustia a la nada.
Caminó hacia su habitación y tampoco estaba. Después se dirigió a la cocina. Nadie. Su amiga había desaparecido. Misteriosamente se hallaba sola en casa pero no podía quedarse ahí de brazos cruzados: Hortensia podía estar en la vereda y hacia la calle fue. Ya no llovía. Una voz interior le señalaba que Hortensia se había retirado de su casa. Ella residía a tan sólo siete cuadras. Entonces dio un portazo y comenzó a recorrer las veredas, notando que las casas linderas parecían deshabitadas. Estaban a oscuras. Todo le resultaba extraño pero más extraña había sido su pronta desaparición, sumado a ese celular que Segundo desatendía. Caminaba buscando respuestas, respuestas que justificaran también el inesperado latigazo que había sufrido en el pecho. Su corazón latía sin interrupciones ni sobresaltos. Al doblar por la esquina hacia la calle Juncal, vio a un muchacho que se aproximaba trotando. Vestía ropa deportiva. Blanca. Sus piernas atléticas corrían hacia ella y ella lo advertía, echándose a un lado, contra la pared. Rozaba una casa con el hombro derecho pero el muchacho parecía ignorarla a pesar de que apuntaba los ojos en su dirección. Le llamaba la atención que no desviara el trayecto del recorrido. A pocos metros de distancia, tal vez cinco, comenzó a rogarle precaución, elevando las manos más allá de su cabeza:
— ¡Cuidado nene, que no estás solo y la vereda es pública!
Pero el muchacho seguía trotando, como si ni siquiera la hubiera oído. En cuestión de segundos, Carolina logró hacerse a un lado, apoyando la espalda contra la pared, y por ahí pasó el muchacho, tan cerca de su cuerpo que con el hombro izquierdo le había rozado el cabello. Estaba enojada, molesta, y se lo hacía saber:
— ¡Qué poco caballero, maleducado! ¿Le harías eso a tu abuela?
Después se calló, aunque por dentro seguía rezongando: casi la había atropellado. El muchacho seguía trotando y se perdía de vista al doblar por la esquina. Tenía la remera sudada, todos los omóplatos marcados. Ella lo despedía con las pupilas, reflexionando malhumoradamente la pérdida de valores que incorporaban las nuevas generaciones, y cuando consideró que había descargado toda su bronca en soledad, continuó la marcha sin perder de vista todas las inmediaciones porque si acaso otro infortunio similar tenía lugar.
La vida estaba cediendo protagonismo a una soledad que acosaba con consistencia los andares de una anciana que se resistía a morir en vida. Su cuerpo tan sólo deseaba ser consolado dentro de un salón que, sin saberlo, estaba siendo sometido a la visita de quince personas entristecidas. Todos lamentaban una gran pérdida a los santos del cielo. Estaba muerta y no lo sabía, su alma quería resucitar en un salón mortuorio.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Entrega nro. 11


Segundo había sido expulsado del hospital. Los tenebrosos mensajes de Florencio lo habían echado, porque él los interpretaba así, como oscuras palabras de un pasado sombrío. Estaba muy confundido. Era tarde y ya no quería regresar a su departamento, por lo que decidió pasar por un kiosco y caminar unas seis cuadras para intentar descansar en el banco de una plaza, en pleno corazón del barrio Recoleta. Desde ese banco bebía una petaca de vodka que había comprado en el kiosco, pero había un linyera cargoso que lo molestaba desde un banco contiguo. Eso lo ahuyentó. No quería pisar su casa, entonces se dejó avasallar por esas calles hasta terminar situado en lo que antes era la concesionaria de su padre, en frente de otra plaza, posiblemente guiado por sus fantasmas. Estar parado en la vereda de esa casona le abría las heridas. Con las piernas cansadas, cruzó la avenida y tomó asiento en el banco de otra plaza para, desde ahí, poder observar esa casona abandonada que tanto lo vulneraba. Eran contados los vehículos que circulaban por la avenida, los que lo hacían parecían querer rendirle un homenaje a la carrera deportiva de su padre: pasaban tan rápido que casi no se los veía. La puerta de acceso a la casona, una enorme puerta de madera de tres o cuatro metros de alto, estaba cerrada con un candado. Lo podía vislumbrar a la distancia porque el candado brillaba cada vez que algún coche le apuntaba los faroles al meterse en la avenida por las calles laterales de la plaza. Los ventanales —que en el pasado relucían tanta magia sobre cuatro ruedas— estaban encarcelados por bloques de chapas, empapeladas con mensajes publicitarios de modernos coches importados. El tiempo parecía una paradoja bromista mientras el Torino llorisqueaba sus penas, rogando dignidad entre tanto polvo y oscuridad. Segundo divagaba con la presencia de su padre, como si pudiera verlo entre la nada, o entre las chapas. Se lo imaginaba inspeccionando los coches que en el pasado estaban a la venta, como si las chapas fuesen el límite temporal entre el pasado y su presente, y el alcohol seguía fluyendo por sus venas, acelerando los latidos de su corazón maltratado. Los recuerdos renacían y esa casona no hacía otra cosa más que proyectarlos, cual pantalla de cine, tanto era así que estaba recordando campañas publicitarias en las que su padre había participado para las cadenas de la televisión, aprovechando su fama para incentivar el uso de los cinturones de seguridad:

Mi nombre es Antonio Noruega. Soy un apasionado por los automóviles y las carreras de alta competición. Además de mi vida valoro la de mi familia y de todos aquellos que me rodean. Por eso, cuando conduzco un automóvil, ajusto el cinturón  y protejo la vida de todos.
¡Apueste a la vida, use el cinturón de seguridad!


Ya eran las tres de la madrugada, de una noche hostil, extraña, represora de recuerdos. Muchas preguntas y pocas respuestas de un pasado que renacía como nunca. Segundo no se movía del banco de la plaza, con la espalda apoyada en su respaldo de madera, de alguna manera necesitaba sentirse cerca de su familia desaparecida. Esa concesionaria abandonada lo auxiliaba. A pocos metros de ese banco había un muchacho, usaba varios cartones como si fuera una frazada. Esporádicamente empinaba una botella plástica que parecía contener cerveza. No molestaba. Segundo no quería regresar a su casa. Poco a poco fue cerrando los ojos, o se le fueron cerrando, que no es lo mismo. Su resaca avanzaba y él dormitaba, triste y solitario en ese banco de la plaza.

Seis horas después de que Segundo cerrara los ojos y se durmiera bajo los efectos del vodka, los transeúntes —de la furiosa ciudad que nunca dormía— dirigían sus pasos por las veredas. Iban a las oficinas y los comercios, pero Segundo apenas le quitaba los ojos de encima a la concesionaria abandonada. Su resaca aceleraba una acidez estomacal que enardecía. Le ardían todos los órganos, sobre todo el estómago. Tenía un aliento tan maloliente y pastoso que hasta podía derretir las caries de sus muelas. Un pichón de pájaro entonaba las primeras melodías desde la copa de un árbol, el mismo que lo cubría con una sombra, y el muchacho que había dormido encartonado ya no estaba, ni rastros había dejado. Segundo estiraba las piernas, siempre sentado en ese banco, con un dolor en la cintura lo suficientemente molesto como para impedir que se parase, pero se paró porque el hospital seguía arraigado en sus pensamientos: Florencio Restrepo y alguien llamado Francisco Reina que apenas había pronunciado. Era un día laborable, a Segundo no le importaba, lo único que le interesaba era regresar de inmediato al hospital. Necesitaba entablar otro diálogo con ese tal Florencio.
Tras quince minutos de ardua caminata, arribaba a las puertas corredizas del hospital. El mismo empleado, que horas antes había negado su acceso, bostezaba del otro lado del mostrador. Estaba tecleando una computadora. Cinco ancianas estaban sentadas en la sala de espera. Segundo dudaba, y en esas condiciones se acercaba al mostrador, hasta poner los codos por encima de la barra y presentarse:
—Buen día. ¿Cómo estás? Mi tío está internado en la habitación 112. Anoche me dijiste que podía visitarlo a partir de las siete. Bueno, acá estoy, dispuesto a ingresar, ¿o alguna norma aún lo impide? —ironizaba, frotándose la oreja izquierda con la uña de la mano derecha.
El empleado observaba su desfachatez y, boquiabierto, le decía:
—Claro que lo recuerdo, no hay problema. Usted puede visitarlo porque el horario de visita acaba de comenzar.
— ¿Entonces?
—Entonces confirmaré la internación de su tío. ¿Trajo el D.N.I.?
—Documento y todo. Déjeme pasar que estoy cansado.
Movía el mouse de la computadora por encima de una plancha de plástico toda verdosa. Daba la sensación de que estaba confirmando la internación pero repentinamente sus párpados comenzaban a generar tics nerviosos, y se sonrojaba.
— ¿A quién quiere visitar? —tartamudeaba.
—A Restrepo, Florencio Restrepo. Es mi tío y está internado en la habitación ciento doce.
—Veamos… Florencio —deletreaba—, Restepo…
—Restrepo, como trepar.
—Restrepo, Restrepo. ¿Habitación ciento doce? Es que… —se había pausado con una cara de asombro fenomenal.
La información que monitoreaba la pantalla del ordenador aparentaba causarle algún que otro disgusto.
— ¿Qué pasa ahora? —preguntaba Segundo.
—No lo tome a mal pero necesito chequear el reporte del paciente que usted quiere visitar. Tome asiento, ya regreso.
El buen hombre se había agitado y le esquivaba la mirada, nervioso quizás. Agilizaba las piernas en dirección a una puerta blanca. Estaba señalizada con un letrero que anunciaba servicios de información. Segundo se dirigía a una de las sillas para sentarse. Su espera se convertía en veneno. El desconcierto era absoluto. Sus sospechas se potenciaban con el correr de los segundos y ese empleado que nunca regresaba. Corrió la mirada y vio a una anciana, estaba postrada en una silla de ruedas y era arrastrada por un señor delgado, pero el empleado irrumpía en su espera invitándolo con las manos a arrimarse nuevamente al mostrador:
—Sepa disculpar la demora pero tengo que informarle una mala noticia —le dijo con seriedad.
— ¿Una noticia? ¿Qué pasa en este hospital, acaso han enloquecido?
—Cálmese, por favor. Lo que tengo que decirle es que… —se pausaba nuevamente.
— ¿Qué… mi tío se fue a otro hospital porque la cama no le gustaba?
—Florencio Restrepo, su tío, ha fallecido por la madrugada. ¡Mi más sentido pésame!
Parecía mentira pero Segundo sentía desamparo, se estaba angustiando, como si realmente hubiera perdido a un familiar:
— ¿Cómo que falleció? Usted está equivocado.
—Lo siento mucho. Tanto la base de datos como el servicio de información han confirmado su deceso. Reitero mis disculpas, anoche no pude dejarlo ingresar y me hubiera gustado que al menos…
Otra vez se había pausado. Segundo continuaba pasmado, parado frente al mostrador y su cara de lástima, languideciendo, frustrado, con muchas ansias de explorar ese pasado que presentía desconocer pero que necesitaba reconstruir. A pesar de todo, la cara pálida del empleado lo apenaba demasiado:
—No te hagas problema, cumpliste tu trabajo y te respeto. Ahora necesito estar solo. Muchas gracias —exteriorizaba por lo bajo y se apartaba del mostrador.
Muy desanimado, con las piernas cansadas y una resaca que aún le pesaba, se fue retirando del hospital con las manos entrelazadas por detrás de la cintura. Ya había atravesado las puertas corredizas y sus pies estaban detenidos en la vereda, a pasos de la avenida Pueyrredón. El semáforo estaba de verde y los coches pasaban a gran velocidad. Las puertas corredizas del hospital desdibujaban la imagen del impotente empleado que observaba su retiro y se lamentaba, con lágrimas en las pupilas.


lunes, 22 de octubre de 2012

Entrega nro. 10


Las ajugas de un histórico reloj, que frente a Plaza de Mayo orientaba al Cabildo y a la Catedral, retrocedían horas, minutos y segundos, fraccionados y esparcidos en el tiempo: batallas campales en la calles y avenidas eran sucedidas por un presidente que huía en helicóptero; el tiempo retrocedía alocadamente, soplando ráfagas de vapor: un mandatario sucedía a otro y la democracia sonreía desvelada, pero la inflación arrasaba con varias góndolas de supermercados y los argentinos enloquecían, queriendo destruirlo todo; la historia seguía andando y un equipo de la selección nacional de fútbol se coronaba desde el balcón de la casa de gobierno, derrochando talento ante un pueblo injustamente condenado a la frustración; miles y miles de compatriotas celebraban victoriosos la declaración militar de una guerra despareja, además de cruenta e injusta como toda guerra, y el reloj seguía marcando surcos en la esfera de metal, emanando humo gris, es que el pasado conquistaba espacio en el tiempo y muchos historiadores narraban sus obras, sepultando historias que luego acontecerían: cabezas cubiertas con pañuelos blancos rogaban justicia frente a una pirámide de la plaza que todo lo archivaba, impotente y dolorosa; y más allá en el tiempo, unos cínicos proyectaban la desaparición de miles de jóvenes; moría el general Perón y la tristeza deambulaba por las calles de luto, en una las cuales, Antonio Noruega, vendía automóviles de alta gama. Era propietario, en la Ciudad de Buenos Aires, de una concesionaria sobre la Avenida Del Libertador. Se llamaba “Torino”. Sus amplios ventanales con vista a la avenida promocionaban a diario los coches importados que embarcaba desde diferentes latitudes, sobre todo de Europa, pero la gran estrella era el Torino, automóvil nacional por excelencia que solía exhibir de diferentes colores: blancos, negros, marrones y hasta amarillos. Era la marca con la que competía en los autódromos. Desde la vereda podía apreciarse a varios astutos vendedores con trajes de alta costura y vistosas corbatas que llevaban impresas el logo de la empresa, eran tan buenos vendedores que sus corbatas se movían como péndulos de relojes a cuerdas. Muchos peatones solían quedar cautivos del otro lado de las vidrieras, era casi imposible no detenerse para deleitarse con esas maquinarias, aunque sea para desearlas. Hasta decían que esas vidrieras habían sido las causantes de dos trágicos accidentes acontecidos en las inmediaciones de la avenida. En fin, los negocios de Antonio Noruega tenían que estar a la altura de las circunstancias y vaya que lo estaban. Además de famoso era campeón.
Esa mañana primaveral, después de dos semanas de haber logrado su primera coronación, Antonio analizaba los reportes financieros que su contador dejaba en el escritorio de su despacho al menos una vez a la semana. Las finanzas arrojaban saldos favorables, casi no tenía pasivos, es decir, sus deudas estaban bajo mínimo. Los balances balanceaban: más activos que pasivos. No había nada de qué preocuparse con semejante gestión pero Antonio era muy obsesivo con los resultados de sus negocios, tanto que se la pasaba sacando estadísticas de todas las ventas que no prosperaban durante los últimos trimestres, y las justificaba.
Ya había tomado asiento en el sofá, frente a una máquina de escribir que nunca había estrenado pero que ahí estaba, firme, esperando ser usada. Escuchaba “The Beatles”, su banda musical preferida. Sonaba la canción “Maxwells Silver Hammer”. Antonio solía pasar largas horas en el sofá de su despacho, sitio desde donde también ojeaba los periódicos. Curiosamente no leía revistas deportivas y hasta apartaba del diario todo suplemento que trataba asuntos deportivos. Es que perseguía olvidarse de los coches en esos contados minutos en que podía hacerlo.
Un reloj que estaba colgado en la pared marcaba las nueve y media, horario de la mañana en que su secretaria frecuentaba su despacho para saludarlo y hacer la entrega de las correspondencias. En esta ocasión sostenía un paquete lo suficientemente grande como para contener un par de zapatos:
—Buen día, señor, han dejado esta encomienda.
—Puede dejarla en mi escritorio, gracias —le ordenaba Antonio sutilmente, sin despegar la mirada de los reportes.
La secretaria no hizo otra cosa más que obedecer, de eso se trataba su oficio, ser eficiente y acatar aunque Antonio no fuese un jefe estricto ni mucho menos un patriarca. Era una cuarentona que Antonio había contratado por ser una madre soltera, no tenía buenas calificaciones pero era muy simpática y valiente. Él solía rechazar aspirantes para puestos en sus negocios que fracasaban en sus matrimonios, injusta manera de pensar pero era muy conservador en lo concerniente a las relaciones conyugales.
Justo en el momento en que Antonio tomaba un periódico y leía las declaraciones del ministro de economía de turno —se estudiaba la posibilidad de aumentar el mínimo no imponible en el Impuesto a las Ganancias—, el teléfono comenzaba a timbrar. Tuvo que pararse porque el artefacto estaba instalado en el escritorio, al lado de un fichero y a unos cuatro metros del sofá. Al llegar, descolgó el tubo pero no alcanzó a saludar, una voz ronca se estaba anticipando, diciéndole:
—Te dejamos un regalito. ¿Gustó?
— ¿Un regalo, con quién quiere hablar?
— ¿Con quién quiero hablar? Con el mismísimo Antonio Noruega.
— ¿Perdón?
Antonio se rascaba la cintura mientras se sentaba en la silla del escritorio.
—Quiero hablar con vos, piloto de doble vida.
Esa voz socarrona lo estaba irritando, de hecho se le estaba hinchando una vena de la frente:
— ¿Quién carajo sos?
—El sapo —suspiraba—, tendrás el gusto de conocerme cuando abras esa encomienda que te envié.
Encima la voz misteriosa desataba una carcajada, por cierto muy delirante. Como primera reacción, Antonio echó los ojos al paquete, situado entre sus brazos, a poca distancia de su pecho.
—Cuidate, tontito —se le ponía más ronca la voz al anónimo—, será mejor que vuelques tu energía en las carreras y dejes de perder el tiempo con los otros negocios. No seas pelotudo, pensá en tu familia.
Y ¡plac!, la misteriosa voz del teléfono se esfumaba con el sonido de una colgada abrupta. Antonio estaba desconcertado y se desconcertaba cada vez más. Lo habían llamado por su nombre y apellido. Colgó el tubo y se apresuró en abrir el paquete. Estaba sellado y forrado con un papel de color marrón. Después rompió el envoltorio, con velocidad, e inmediatamente separó las pestañas para vociferar:
— ¿Qué demonios es esto?
Había un sapo muerto, camuflado entre pompas de algodón y varios pétalos de rosa china. Olía a putrefacción, quizá las rosas eran para eso, para evitar que los empleados de los servicios de encomienda sospecharan de su contenido ante tanto olor nauseabundo. Por la boca del anfibio, de ojos saltones y piel verrugosa, asomaba una tanza, amarillenta, con una curiosa terminación en un anillo de plata. Antonio no podía creer lo que sus ojos veían. Una encomienda con un sapo muerto y una llamada telefónica precisa, como si alguien hubiera estado aguardando el momento justo en que ese paquete recayera en sus manos para amenazarlo. Se estaba persiguiendo demasiado, de hecho miraba la ventana enrejada que comunicaba con el patio: nada ni nadie parecía ocuparlo, excepto la planta de kakis que solía podar con sus manos.
La secretaria había oído su declaración maltrecha, fue por eso que asomaba la cabeza desde la puerta:
—Señor, ¿lo puedo ayudar en algo?
Antonio tenía taquicardias, pero la sorpresiva reaparición de su secretaria casi lo infarta:
—Claro, cierre la puerta por favor.
—Como usted diga, señor —obedecía, cerrándola.
Antonio estaba solo, o en su despacho con un sapo muerto y John Lennon entonando una canción. Cuánta confusión acogía ese despacho. La intriga multiplicaba su ansiedad. Comenzó a tironear del anillo hasta extraer un papel plastificado, algo así como una hoja doblada, sumamente extraña. No demoró en perforarlo con las uñas y alisarlo porque ese papel, efectivamente, estaba doblado, hasta tomar conocimiento que decía:

Antonio Noruega:

Soy el sapo, el anfibio que todo lo devora de un lengüetazo. Por el momento, sólo me alimento con insectos pero, si te seguís portando mal, alternaré mis almuerzos por los pezones de tu mujer o los ojos de tu bebé. Valorá tu familia y abandoná los negocios del polvo mágico, ¡no son para vos!

P.d.: te estoy llamando…

¿Te estoy llamando?, se cuestionaba pasmado. Lo habían llamado por teléfono. Furioso pero muy aterrado, golpeó el sapo con un puñetazo. Para males, el teléfono sonaba otra vez. Una, dos y hasta tres veces ya había sonado. Se decidió a atenderlo con varios nudos en la garganta:
— ¿Qué mierda querés, por qué no das la cara?
— ¿Amor, estás bien? ¿Qué pasa?
Era Constanza, su mujer. ¿Cómo explicarle que había sido amenazado? Eso mismo pensó en una milésima de segundo, pero algo tenía que decirle:
—Cariño, discúlpame, estaba repitiendo una historia que acabo de oír en la radio. ¿Cómo estás? —balbuceaba—. ¿Segundito?
— ¿Te sentís bien? Estoy preocupada, últimamente vengo percibiendo ciertas actitudes tuyas que me preocupan demasiado —se había pausado—. Te llamaba para comentarte que nuestro bebé ha comenzado a mirar los dibujitos de la tevé. ¿Por qué no venís un rato?
—Ya estoy partiendo, princesa. Prepará unos matecitos que en veinte minutos andaré por ahí.
Por más que lo fingiera, Antonio no podía sacarse de la cabeza a ese sapo muerto que seguía posando frente a sus ojos. Encima la socarrona voz del agresor le seguía revolviendo las tripas.
—Entonces te esperamos —se alegraba ella—. ¡Te amo! ¿Seguro que estás bien?
—También te amo y no te preocupes que estoy más que bien. Un beso.
Antonio había colgado el teléfono y el sapo muerto seguía intacto. Estaba aterrado, su corazón latía más de la cuenta. Sin asco, agarró el anfibio por sus patas y lo envolvió con tres páginas de periódico que tenía archivadas en el cajón del escritorio. Después lo desechó en un cesto. Nada podía hacer, la voz socarrona lo había atormentado.


domingo, 21 de octubre de 2012

Entrega nro. 9


Como una estaca de carpa, Segundo estaba detenido en la vereda de su edificio. Inclinaba el dedo pulgar en el sentido de la calle, hacia la derecha, esperando que un coche taxi viniera por él para trasladarlo rápidamente al hospital. Ir por su coche estacionado en una playa subterránea —a tres cuadras de su departamento— implicaba una pérdida de tiempo que su ansiedad no toleraría. Se había puesto un jean azulado y una campera con capucha color verde oliva. Calzaba las mismas zapatillas blancas que solía usar para trotar en los bosques de Palermo. Su espera habrá demorado tan sólo un minuto porque un coche taxi que recorría la calle se arrimaba al cordón de la vereda para recogerlo.
—Buenas noches: Avenida Pueyrredón y Juncal, por favor —le ordenaba Segundo apresurado mientras daba el portazo.
Se había sentado en el lado derecho del asiento trasero. El taxista lo miraba por el espejito retrovisor, era un cincuentón que tenía una barba candado y estaba algo desalineado con su cabello canoso mal tijereteado. No tardó en encajar el primer cambio y pisar el acelerador para marchar. El trayecto era relativamente corto, no más de ocho cuadras pero Segundo estaba tan ansioso que no podía caminarlo.
— ¿Puedo fumar? —le preguntó él para calmar los nervios.
—Frente a tu rodilla posa la prohibición.
Un cartel colgaba del asiento de acompañante, estaba echado hacia atrás como para que nadie pudiera escogerlo. El cartel era una hoja plastificada y escrita con tinta negra de impresora que decía: “Se agradece No Fumar”.
— ¿No fuma, cierto?
—Por supuesto que no, pero respeto a los pasajeros que detestan el tabaco.
—Está bien. Será mejor guardarlo y fumar un poco de ansiedad —murmuraba mientras regresaba el cigarrillo a la caja acartonada.
El taxista lo seguía observando a través el espejito retrovisor. Cada vez que Segundo levantaba la mirada, él la desviaba en dirección al volante. En ese ínterin, intentaba adelantarlos un vehículo que casi lo choca. La reacción del taxista fue tan inmediata que de un volantazo terminaron pegados al cordón de la vereda:
—Tenía que ser mujer. ¿Viste lo que hizo? —preguntaba agitado con las manos al volante.
—Es una bestia. Si la viera Antonio Noruega le quitaría el registro de conducir.
—Ese sí que era un grande —maniobraba para posicionarse en la cinta asfáltica—, tenía las pelotas bien puestas.
—Me hubiera encantado conocerlo pero un pibe cuando falleció.
— ¿Cuántos años tenés?
—Veinticinco.
—Y sí, eras un pendejo cuando chocó en una curva de la ruta cinco, cerca de Santa Rosa. Creo que su esposa también falleció.
Segundo lo escuchaba con atención, con los ojos lagrimosos:
—Pobre, mi viejo…
—No entiendo.
— ¿Qué cosa no entendés?
—Claro, dijiste: pobre, mi viejo…
— ¿Dije eso? Em… ah, sí —dudaba con todos los nervios a cuestas—, estaba recordando aquella famosa canción.
El taxista guardaba silencio, como si su cerebro procesara información incompatible con las funciones de sus órganos vitales, pero encendió la radio y después apoyó su codo izquierdo en el marco de la ventanilla: la llevaba baja. Por momentos cerraba los ojos, o se le cerraban porque lucía agotado. En esos momentos, detenía el coche para respetar un semáforo que estaba de rojo. Segundo recordaba a sus padres y desviaba la mirada hacia la ventanilla que tenía a su derecha: unos cartoneros escarbaban unas bolsas con residuos. Estaba perdido en el tiempo, también en el espacio, padeciendo los primeros efectos de resaca por ese whisky barato que había consumido en su departamento, pero estaba buscando a Florencio Restrepo y eso lo animaba a preguntar:
— ¿Alguna vez buscaste a alguien que no conocés?
— ¡Qué pregunta! —no vaciló en responder—. Y mirá, conocí a mi padre cuando cumplí los veinte. Posiblemente te preguntes: ¿qué carajo está diciendo este loco?, pero bueno, mi búsqueda no fue una locura porque mi viejo me abandonó cuando tan sólo era una criatura.
— ¿Cómo lo hallaste?
—Con el corazón. Es lo único que puede ayudarte a seguir adelante. Me llevó tres largos años hallarlo pero un glorioso treinta de diciembre lo encontré. ¿Cómo olvidar esa mañana, cómo olvidar su reacción? Fue mágico. Recuerdo que mi viejo baldeaba una vereda como si persiguiera borrar las huellas de una gran barbarie. Cuando le dije: ¡papá, soy tu hijo!, mi viejo alternó el color de su piel como una iguana cambia el color de su cuero. ¡Qué cálido abrazo me dio! Aún calienta mi cuerpo. No podía soltarme ni tampoco quería hacerlo.
—Cuánto me alegra que haya conocido a su padre.
— ¿Tu viejo está ahí?
Estaba reduciendo la velocidad porque se acercaban a las puertas del hospital.
— ¿Mi viejo? No, claro que no, pero sí alguien que dice ser su amigo.
—Son cinco pesos, pibe.
El coche taxi estaba en marcha pero parado en el estacionamiento que, sobre la calle Juncal, el hospital Alemán reservaba para el ingreso y egreso de las ambulancias. Segundo chequeó el taxímetro y pagó con un billete de cinco. Después despidió al taxista con una palmada en su hombro derecho. Ya había bajado del coche y las puertas corredizas del hospital se abrían ante la llegada de algunos visitantes nocturnos entre los cuales, él, ocupaba un lugar especial.
Tan sólo tenía que adentrarse en el hospital en busca de la habitación 112. Pero, ¿cómo hacerlo? Eso mismo se cuestionaba Segundo, parado en la vereda a unos cinco metros de las puertas. Y ahí nomás se largó a caminar, acelerando los pasos a medida que se aproximaba. Las puertas se corrían sin que nadie tuviera que empujarlas, es decir, se abrían solas a medida que las traspasaba, hasta que las traspasó y advirtió la presencia de dos enfermeras que caminaban por un pasillo con continuación en otro pasaje. Había en anciano sentado —o postrado— en una silla de ruedas con un poco de baba en los labios. Metros atrás, una señora leía despreocupadamente un periódico, sentada en una de las sillas de espera. No se veía a ningún empleado detrás del mostrador de atención al cliente. Un televisor fijado en la pared pronosticaba el clima del día venidero pero Segundo no le prestaba atención. Su reloj pulsera marcaba las dos.
—Buenas noches. ¿Lo puedo ayudar? —lo sorprendía un empleado, aparecido como por arte de magia en el mostrador de atenciones.
—Sí, por favor. Soy familiar del paciente que está internado en la habitación ciento doce. ¿Cómo hago para visitarlo?
—Lamento informarle que el horario de visita sólo se extiende hasta las diez.
Segundo estaba alternando los gestos de su cara, ahora expulsaba una decepción tan perceptible que el empleado dilucidaba cual ruego.
— ¡Necesito ver a mi tío!, —se exaltaba Segundo—. No puede ser, he viajado más de mil kilómetros para que ahora usted me venga a decir que no puedo verlo. ¿Podría hacer una excepción?
—Lo siento, señor. No depende de mí, son reglamentos del establecimiento que debemos hacer respetar.
—Yo se lo permitiría si estuviera en su lugar.
—Pero no lo está. ¿Por qué no pasa en unas horas? A partir de las siete podrá hacerlo con total normalidad.
Desde una puerta no tan lejana, un empleado de seguridad lo oía todo. Los gritos de Segundo habían acaparado su atención, y él lo sabía, sólo que simulaba no haber detectado su presencia guardiana:
—Está bien —asentía Segundo con la cabeza—. Usted hace su trabajo y yo no quiero perjudicarlo. De todas formas quiero darle las gracias.
Fingiendo un agradecimiento inexistente, Segundo iniciaba su frustrado retorno a las veredas de la calle, pero repentinamente irrumpía en su solitario regreso un señor alzando a un niño desvanecido. Corría desesperado por el pasillo. El niño presentaba un corte en la pierna derecha, estaba ensangrentado, tanto era así que en el piso se estaba formando un hilo rojizo y recto que se extendía desde la puerta corrediza de la calle. Parecía un coche dejando su huella de aceite sobre el asfalto. Tanto el custodio como el empleado hospitalario se le acercaban para auxiliarlo. Segundo se hacía a un lado en dirección a una pared, apoyando la espalda en lo que en realidad era una puerta. La puerta estaba entornada, eso lo motivó a usar la espalda para empujarla y explorar lo que parecía conformar un pasillo alterno. Nadie circulaba por ese pasillo, la iluminación escaseaba. El pasillo tenía terminación en una puerta. Segundo no podía quedarse ahí parado, sabía que los empleados podían detectarlo, entonces caminó bien pegado a las paredes hasta llegar a esa puerta y empujarla bien despacio porque no tenía manija. Abierta la puerta, asomó la cabeza y constató que se trataba de una habitación deshabitada, tan sólo contaba con una camilla y un aparato lleno de cables con unas prensas apoyadas en una silla de plástico. Por detrás había una puerta, y hacia ella fue, sin detenerse. No se veía nada, estaba entrando en otra habitación invadida por la oscuridad y unas fragancias que poco a poco le penetraban las fosas nasales. Olían a perfume de mujer. Sin saber qué hacer, sacó un encendedor del bolsillo del pantalón y comenzó a iluminar la habitación fantasmal con una tímida llama que por momentos se extinguía pero que su dedo pulgar lograba avivar una y otra vez. Había un cuadro colgado en la pared con la imagen del doctor René Favaloro. Quiso acercarse al cuadro y tropezó con un bulto, sin saberlo había tropezado con una silla. Ahora rendía sus rodillas en el suelo. El piso estaba frío. Con apenas un machucón, se incorporó y retomó la exploración, hallando una perilla eléctrica que, con la ayuda de sus dedos, logró derrotar la adversidad de la oscuridad. Todo parecía indicar que se trataba de un vestuario: había delantales colgados y apilados dentro de un perchero, también algunas camperas y más debajo unos zapatos con tacos. No lograba tranquilizarse, unas voces femeninas se oían con mayor intensidad. Esa situación le inyectaba adrenalina en todo el cuerpo, a esa altura pre-dispuesto a lo que fuera con tal de conocer al misterioso Florencio Restrepo.
—Qué viejo baboso, se la pasa mirando mis tetas —renegaba una treintañera, acomodándose los pechos en el sensual escote que los sujetaba.
—Será mejor que se dedique a practicar mejores cirugías antes de que lo apresen. ¿Sabías que se comió un juicio por mala praxis? —comentaba su acompañante que no superaba los treinta.
—No me extrañaría, ese viejo baboso está perdiendo el pulso de tanta paja.
Eran dos enfermeras, muy bonitas por cierto, que colgaban sus delantales en uno de los percheros. Segundo podía vislumbrarlas por la abertura que conformaban unas camperas, escondido en otro perchero. Contenía la respiración. Un mosquito le picaba la frente de la cara pero no podía ahuyentarlo, temía que escucharan el manotazo, y ellas sonreían, compartiendo complicidad hasta tomar unas camperas y retomar la conversación:
—Qué raro que hayan dejado la luz encendida.
—A veces sucede hasta en las mejores familias. ¿Qué pacientes te tocan? —preguntaba la enfermera que había criticado al cirujano.
—Los del segundo piso, desde la habitación ciento uno hasta la ciento doce.
Y ahí nomás se retiraron del vestuario, apagando antes la luz. Otra vez, Segundo se había quedado inmerso en la oscuridad pero ahora conocía la ubicación de su próximo paradero. Abandonó el escondite, volvió a encender las luces y se empilchó con un delantal celeste que estaba colgado en el perchero. Necesitaba marchar en busca del segundo piso antes de que otras enfermeras lo tomaran por sorpresa.
Salió por la misma puerta por dónde ellas acababan de egresar. Estaba adentrándose en otro pasillo pero había un ascensor que, en esos instantes, abría las puertas. Del habitáculo de ese elevador salía un muchacho. Daba la impresión de que se trataba de un encargado de los servicios de limpieza: sostenía un balde y vestía un atuendo de dos piezas, todo azulado. Segundo lo saludó y aprovechó la ocasión para meterse en el habitáculo del ascensor, presionando de inmediato la tecla que lo conducía al segundo piso:

Primer piso: los fantasmas del pasado invadían su mente.
Segundo piso: Florencio Restrepo y la habitación 112.

Ya estaba situado en el segundo piso, en otro pasillo que medía no más de cinco metros de ancho y parecía terminar en una escalera de emergencias. Frente a la puerta del ascensor estaba la habitación 101, otras tantas puertas de similares características le sucedían hasta la terminación del pasillo. Según lo dicho por las enfermeras, la habitación 112 sería la última del piso, por lo que sólo restaba caminar hasta el final del pasillo para meterse en la habitación, en lo posible, pasando por desapercibido. No había presencia humana a su alrededor. Algunos metros adelante, podía verse una camilla bien próxima a la pared y cuatro sillas de espera. La ansiedad hacía más pesados cada uno de sus pasos hasta que, una mano, bien pesada y caliente como un pan, lo sorprendía desde atrás al caer sobre su hombro izquierdo:
— ¿Doctor Hercobins? —le preguntaba un desconocido.
Era un señor calvo, con un delantal blanco que, por cierto, comenzaba a acelerarle las pulsaciones.
—Sí, soy yo —titubeaba al girar—. ¿Usted es…?
—Mucho gusto. Soy Nicolás, Nicolás Ortega, médico cirujano del hospital militar.
Segundo estaba exaltado, intentaba normalizar los latidos de un corazón que bombeaba sangre a presión. El médico le estrechaba la mano, convencido de que estaba saludando a ese tal Hercobins, o Ercobins, daba lo mismo. No le quedaba otra alternativa, tenía que saludarlo y para eso le cedió un tímido saludo de manos. El médico no lo soltaba, lo miraba con admiración, parecía una garrapata.
—El placer es mío —fingía Segundo—. Me han hablado bien de usted.
— ¿En serio?, —lo soltaba—, ¿quién?
—El doctor Martínez, Ricardo Martínez.
— ¿Martínez? ¿No será Gustavo Martínez?
—Pues claro, el doctor Gustavo. ¡Ando tan olvidadizo! —simulaba su equivocación llevando la palma a la frente de la cara.
—Pero qué placer conocerlo, doctor. Me habían informado que visitaría este hospital y decidí esperarlo para saludarlo. Soy un fiel lector de sus obras científicas.
Segundo no sabía qué decirle, pensaba en Florencio y miraba los alrededores por si acaso alguien del hospital llegase a identificarlo:
—Es muy generoso de su parte.
—Generoso es usted al dedicarme su tiempo. No quisiera molestarlo pero para mí sería un honor aprovechar esta ocasión para solicitarle una opinión con respeto a un tema que ronda en mi cabeza desde hace meses.
—Pregunte sin miedo —accedía Segundo, rogándole a Dios la sencillez de la pregunta, inminente.
El médico se comportaba con euforia, le estaba hablando a alguien que en realidad era otra persona:
— ¿Qué opinión ha formado con respecto a los últimos avances científicos del Síndrome de Eisenmenger?
¿Síndrome de Eise…?, se preguntaba Segundo sin deletrear ni siquiera una palabra. El médico irradiaba ansiedad, se mordía el labio inferior al mismo tiempo que una gota de sudor caía desde su patilla derecha en dirección a la barbilla. Segundo escarbaba una respuesta y no la hallaba. No sólo había invadido un hospital sino que además se le estaba cruzando el admirador de un médico que confundía con su persona, con una pregunta sumamente compleja y desconocida. De alguna manera tenía que sacarse de encima a ese hombre y evitar el desprestigio del doctor encubierto. Segundo pestañeaba cual moscardón abofeteado removiendo sus aletas, pero calibró la imaginación y le dijo:
—Bueno, doctor, además de doctor no se olvide que también soy escritor. Le propongo que lea la obra que publicaré en los días venideros. Como adelanto puedo afirmarle que tengo algunos avances pero prefiero reservarlos.
Segundo le sonreía pero el médico reflejaba mayor ansiedad, y seriedad también, como si su respuesta no lo hubiera satisfecho. Encima no se movía, apenas parpadeaba, su mirada penetrante era intimidante.
—Sepa disculpar pero ahora tengo que retirarme —se excusaba Segundo—. Ha sido un placer conocerlo.
El médico seguía sin moverse a pesar de la palmada que Segundo acababa de darle en la yugular. Entonces no lo dudó y dio un giro completo hasta darle la espalda, inhalando aire como un pescado recién sacado del mar. Caminaba e imaginaba la mirada del médico incrustada en su espalda. Ya había superado la puerta de la habitación 107 y restaban cinco puertas para resolver su incógnita más inmediata. Al llegar se detuvo y echó la mirada hacia atrás: el médico ya había desaparecido.
La puerta de la habitación 112 estaba cerrada pero de ella huía un canto arrabalero y a media voz que, poco antes de que Segundo manoteara la manija de la puerta, se silenció. Segundo estaba preparado para lo que se viniera. Respiró hondo, después se persignó y comenzó a empujar la puerta lentamente por si hacían ruido las bisagras, pero la tensión superaba sus intenciones y se detuvo para inspeccionar ese ambiente de cuatro paredes y un pasillo desde donde enfocaba la mirada. A lo lejos podía verse un televisor, estaba fijado en la pared y emitía imágenes multicolores que no lograba vislumbrar aunque sí se veían los colores proyectados en la cortina de una ventana porque ninguna luz estaba encendida. Una botella plástica con aparente agua mineral estaba apoyada en una silla de madera, toda blanca desde las patas hasta el respaldo. De repente oyó una respiración entrecortada, agitada, digna de alguien que padecía insuficiencias respiratorias o problemas asmáticos. Todo parecía indicar que la habitación 112 estaba siendo ocupada por un paciente con deficiencias respiratorias. Para males, llegaban voces viriles desde la escalera del pasillo que incrementaban sus decibeles en señal de proximidad. Segundo tenía que entrar y cerrar la puerta, no tenía otra opción y lo hizo, caminando casi en puntas de pie hasta pararse frente a otra puerta a medio cerrar que daba acceso a un baño. Coraje, se alentaba por lo bajo y seguía avanzando hacia la voz asmática. Había una cama reclinada, y en esa cama descansaba un sesentón, o quizá un poco mayor. Una barba desprolija cubría su rostro arrugado, tenía un suero inyectado en la muñeca izquierda. Lo cubría una manta blanquinegra que dejaba a la vista una camiseta blanca como las canas que pintaban su cabello. Segundo se acercaba sigilosamente, hasta apoyar las manos sobre un dispositivo marcapasos que velaba por su salud. El hombre de la habitación 112 parecía estar poseído por un sueño profundo que Segundo interrumpió cuando, sin querer, pateó la base de una plataforma desde donde colgaba el suero.
— ¿Usted quién es? —le chillaba el viejo, parpadeando a gran velocidad.
—Buenas noches. Yo soy… yo soy el doctor Hercobins.
Segundo estaba nervioso, sus gestos y ademanes no lo favorecían pero había esforzado la voz hasta tal punto de sonar convincente.
— ¿Usted me va a cuidar? Hay un médico que ya me cuida. Usted es un farsante. Dígame: ¿cómo me llamo?
—Usted se llama Florencio Restrepo y haré lo imposible para que su salud evolucione. Colabore conmigo porque tanto usted como nosotros conformamos un equipo de trabajo —le respondió con parsimonia para confirmar su identidad.
—No me haga reír que…
Una toz asmática había pausado su habla, se le estaban irritando los ojos y ya los tenía venosos.
—Tranquilo, respire hondo —le sugería Segundo, inclinándole la cabeza hacia adelante con las manos.
—Retírese o llamaré a mi médico de cabecera.
El hombre rozaba un dispositivo de alarma con la yema del dedo pulgar, como si quisiera jalar el gatillo de un revólver a la altura de su riñón, y Segundo lo observaba, atento, cuestionándose si ese señor era Florencio pero el viejo estaba por presionar el botón, quizá su profunda debilidad postergaba la ejecución.
—No lo haga, tranquilo —le pedía Segundo, apresurado—. Está bien, le diré la verdad: mi nombre es Segundo Noruega y estoy acá porque usted me escribió una carta. ¿Qué tiene para decirme? ¿Podría permitir que mis padres descansen en paz?
— ¿Usted es el hijo de Antonio Noruega? ¿Segundito? —abría los ojos como un búho.
Y ahí comprobó que ese viejo asmático postrado en esa cama era Florencio, ni más ni menos que el remitente de la carta. Ahora estaba excitado y levantaba los brazos como si quisiera rasguñar la superficie del techo. Sus torpes movimientos estaban causando la caída del suero hasta que finalmente se desprendió y cayó a un lado del colchón. Su respiración se entrecortaba. El marcapasos emitía una señal de alerta, era un chillido que sonaba ininterrumpidamente cual chicharra fuera de control. Florencio lagrimeaba, sus piernas temblaban sin cesar. En esos momentos tensos sorprendía una enfermera, había ingresado a las apuradas y eso provocó que Segundo se desplazara unos metros atrás, entre el televisor y las patas delanteras de la cama.
— ¿Quién es? —le indagaba ella al paciente, reclamando asistencia con el dispositivo que Florencio no quería soltar.
—Segundo, Se… Seg… Segundo —balbuceaba el viejo con esa tos asmática de nunca acabar.
Florencio había comenzado a sacudir su cuerpo de un lado a otro, como si Satán se hubiera alojado en su alma, justo en el momento en que otras dos enfermeras se adentraban en la habitación para iniciar labores de prevención. Segundo se había corrido hacia el ventanal, bien próximo a la cortina. Desde ese lugar podían vislumbrarse algunas luces callejeras. Estaba confundido. El marcapasos parecía estallar y Florencio seguía nombrándolo sin parar:
—Segundo, Seg… ¡Segu!
—Retírese, por favor —intentaba echarlo de la habitación una de las enfermeras.
Y él apenas podía respirar, quietito como una pinturita. La tensión había invadido su metabolismo, pero comenzó a desalojar la habitación, temiendo una posible intervención del personal de seguridad. Cuando manoteó la manija de la puerta se detuvo, Florencio estaba esforzando la voz y vociferaba:
—Segundo, Francisco Rei… Fa… ¡Francisco Reina!
Una de las enfermeras presionaba su retiro, lo empujaba desde la cintura porque Segundo había olvidado cómo caminar. ¿Francisco Reina?, se cuestionaba mientras apoyaba los omóplatos en la pared del pasillo. La tos asmática que oía de lejos parecía descuartizarlo. La situación era caótica. No le quedaba otra opción más que volver a su departamento. Demasiada tensión para un día tan intrincado.